martes, 31 de agosto de 2010

Microrrelatos: EL TEÓLOGO

Había en un pueblo idílico, de esos que parecen salidos de una novela o de una película, un eremita que se llamaba a sí mismo teólogo. Su fama se hizo notable con el transcurrir de los años, y a él acudía gente de todas partes del mundo para pedirle consejo y ayuda. Se dice que congregaba a sus fieles - por llamarlos de algún modo-, en la plaza del pueblo que los aldeanos, acostumbrados a sus inofensivas excentricidades, le prestaban desinteresadamente. Sus peroratas comenzaban así:

“Amigos, mi doctrina es justo la que andáis buscando, en caso contrario no habríais acudido a mí. Una doctrina es lo que necesitáis, y como no sois capaces de encontrarla por vuestros propios medios, me pedís a mí que os la regale. Bien, lo haré porque a eso me dedico.

El corazón y el alma de mi doctrina es el siguiente: adoro a un falso dios, un dios que no existe. Y es la mía la forma más pura de adoración, la idolatría pura e incondicional de un dios inexistente. Todos vuestros problemas, vuestras tribulaciones, provienen precisamente de la adoración de dioses que sí existen, porque los habéis creado vosotros. Existen, y adoptan las formas e ideas que creéis que más os convienen, o que creéis que más convienen al mundo. Unos, los dioses trascendentales, se llaman Dios, o Alá, o Buda, o Krishna o un largo etcétera. Otros, los mundanos, se llaman Paz, o Poder, o Yo, o Tú o un largo etcétera. Todos ellos tienen en común la misma cosa: al ser reales, al existir por haber sido creados, os resultan inalcanzables y llenan vuestra alma de desasosiego. Porque sólo conseguís que os inunde un ansia voraz y turbulenta por alcanzarlos, y ellos son inalcanzables. Así como no hay siquiera dos gotas de agua exactamente iguales, nunca podréis ser vosotros iguales que aquello a lo que adoráis, nunca conseguiréis alcanzarlo.

Y así, al adorar a dioses existentes, vuestro amor por ellos es impuro y está colmado de condiciones. Dejadme que os enseñe a creer y confiar en ese dios que no existe, ese dios cuya grandeza es no ser dios ni ser nada, y veréis como aprendéis por fin a sonreír. Dejadme que os explique, escuchad atentamente…”

El resto de sus palabras son de sobra conocidas por todos, aunque creamos que no las sepamos y nos empeñemos en buscarle para escucharlas de sus propios labios.

La mala noticia es que cierto día alguien le mató en nombre de un dios.